
El término “Raíces y Tradición” encaja de maravilla con este universo: del rebozo a los huaraches y de la filigrana al sombrero charro, hablamos de objetos que han trascendido épocas. Iniciativas como “Raíces de la moda” han repasado el origen, el significado y las figuras que han dado vida a estas piezas, incluso rindiendo tributo a través de elementos populares como La Lotería. Celebrar el textil mexicano es reconocer la labor artesanal que entreteje identidad.
Herencia prehispánica: prendas, usos y simbolismos
El huepilli caía a la altura de las rodillas y, al estar cosido lateralmente, generaba aberturas a modo de mangas por la propia doblez de la tela. En climas fríos, bajo el huepilli se añadía un chaleco tosco de tejido grueso o piel, pensado para aportar abrigo extra al tronco. Funcionalidad, modestia y abrigo convivían en armonía.
En los hombres mexicas, la base era el maxtlatl, un taparrabo enrollado que cubría los genitales y marcaba un rasgo civilizatorio frente a pueblos donde se prescindía de él; se complementaba con la tilmatli, capa rectangular que podía anudarse en distintas posiciones. El modo de llevar la tilma delataba rango y privilegios.
La tilmatli se usaba principalmente como abrigo con distintas variantes: lateral anudada sobre un hombro y bajo la axila del otro —permitiendo brazos libres—; hacia atrás, a modo de capa bajo el cuello, característico de élites y sacerdotes; y una forma menos frecuente cruzando por encima de un hombro, menos práctica por limitar un brazo. La longitud también hablaba de estatus: hasta los tobillos era distintivo de honra o rango.
En el ámbito militar, se añadían protecciones y atavíos distintivos: una concha textil sobre el maxtlatl para resguardar los genitales, monos integrales decorados para cuerpos de élite, cascos con formas animales y una especie de armazón dorsal donde se sujetaban papeles, plumas o telas que imponían presencia. El chaleco acolchado de algodón era clave contra cortes de macanas.
La apariencia personal también comunicaba. Las mujeres llevaban el cabello largo y recogido en protuberancias frontales; las auiani —mujeres de conducta licenciosa— lo usaban suelto. Se ennegrecía con lodo o con plantas como xiuhquílitl que daban tonos violáceos. Entre los hombres, el peinado variaba por edad y méritos guerreros, cortando o dejando crecer mechones con significado.
En adornos, ellas preferían aretes, collares, brazaletes y lazos de colores según posibilidades económicas; en momentos especiales se pintaban con ocres y amarillos. Los hombres se arreglaban poco salvo por emblemas de cargo o hazañas, y el maquillaje distinguía a sacerdotes y guerreros. Todo el cuerpo funcionaba como lienzo social y ceremonial.
El calzado era mínimo y reservado a celebraciones; predominaban sandalias de fibras vegetales poco duraderas. El cuero firme no era común por técnicas rudimentarias de curtido, reservado a élites y adornado con plumas y láminas de oro. Ir descalzo no era raro, y la sandalia cumplía un papel puntual.
Hay testimonios lingüísticos y juicios morales de época: se censuraban costumbres de algunos pueblos por no usar maxtlatl; incluso se burlaban de quienes dejaban ver sus genitales al correr. También pervive la mención de expresiones locales de afecto, como el término “aña”, asociado al cariño por la gente del pueblo. El vestido se vivía con reglas no escritas y también con prejuicios explícitos.
Del encuentro con Europa al mestizaje textil
Tras la conquista, los frailes impulsaron camisas y pantalones de manta para los hombres recién bautizados, sin erradicar de golpe el maxtlatl y la tilmatli. La imagen de San Juan Diego con su tilma sintetiza esa continuidad-tejido entre dos mundos. El sombrero se popularizó hacia finales del siglo XVII. Las mujeres, por su similitud con modas hispanas, adaptaron menos, añadiendo paños para cubrir la cabeza en ceremonias.
En paralelo, la introducción de lana y seda enriqueció el repertorio. El algodón siguió reinando en regiones cálidas, mientras la lana ganó terreno en tierras frías con sarapes y faldas. Posteriormente, la artisela se incorporó a huipiles y quexquemetles. El mestizaje no borró técnicas anteriores; las transformó y amplió.
Prendas emblemáticas: del huipil al rebozo
El huipil —de raíz indígena— es una blusa o vestido sin mangas hecho a partir de lienzos rectangulares cosidos, con aberturas para brazos y cabeza; suele elaborarse en algodón o lana y se borda con motivos vibrantes. Su geometría simple contrasta con la riqueza de sus bordados.
El quexquemetl, de origen prehispánico, nace de unir dos rectángulos formando un pequeño poncho con abertura superior. Asociado a calendarios agrícolas y ceremonias, se confecciona en lana o algodón y se decora con animales y flores. Es una prenda-altar que narra ciclos de la tierra.
El rebozo, fruto del mestizaje, es un tejido rectangular largo parecido a una bufanda, de algodón, lana o seda. Sus usos cotidianos van de cubrir los hombros a cargar bebés, y sus puntas o rapacejos condensan escuelas artesanales reconocibles. Funcional, elegante y afectivo, el rebozo acompaña toda la vida.
Como contrapunto masculino de gran proyección, el sarape irrumpió en distintas regiones como abrigo-poncho multicolor. Y si hablamos de iconos, el sombrero charro —de ala ancha y con barboquejo— protege del sol a jinetes y mariachis, además de ser emblema nacional. La filigrana y la botonadura de plata completan este paisaje de oficios.
Iconos regionales que se volvieron símbolos
En Veracruz, el traje jarocho se distingue por el blanco luminoso en mujeres y hombres, vinculado a ritos de purificación y a la alegría del son; en el atuendo femenino destaca la peineta con flores en el moño: a la derecha la llevan las casadas y a la izquierda las solteras. El color blanco, los encajes y el rebozo tejen identidad costeña.
El charro de Jalisco —chaqueta corta, botonaduras de plata, pantalón ajustado y sombrero monumental— define la estampa del mariachi y el vaquero; su origen es utilitario y ganadero, elevado hoy a etiqueta de gala. En paralelo, se cita a veces el “vestido de china poblana” como contraparte femenina, aunque su lugar simbólico corresponde a Puebla; en Jalisco, el folclor femenino viste colores vivos con olanes y listones. De faena rural a traje de ceremonia, la charrería es tradición viva.
Desde Oaxaca, el traje de tehuana —huipil bordado y enagua con holanes, acompañado de joyas de filigrana—, popularizado por Frida Kahlo, celebra la fuerza de las mujeres del Istmo de Tehuantepec; cada región oaxaqueña aporta matices: mixtecos, Sierra Norte, Valles Centrales. Una sola palabra, tehuana, resume orgullo y determinación.
La china poblana, con blusa blanca y falda amplia y colorida, tiene un relato fascinante: se asocia a la figura de Mirra, esclavizada en la India, traída a Nueva España y bautizada como Catarina de San Juan; mantuvo su manera de vestir inspirada en el sari, y con el tiempo ese imaginario nutrió la iconografía poblana. Historia, mito e hibridación cultural se entrelazan en esta silueta.
Técnicas, fibras y tintes: el corazón del oficio
En tiempos prehispánicos se trabajaba con ixtle (maguey), fibras de palma silvestre (izcotl) y algodón —en blanco y en su variedad parda llamada coyuche—. Con la colonia llegaron lana y gusano de seda, dando vida a damascos, rasos, terciopelos y rebozos de lujo. Hoy muchas comunidades bordadoras emplean seda artificial. Cada fibra aporta caída, abrigo, brillo y una historia de intercambio.
El hilado con huso sigue vigente: un palillo de unos 30 cm y un malacate de barro, madera o hueso sirven para torcer y devanar el hilo; comenzar el primer tramo exige gran destreza. Las hilanderas alternan esta labor con sus quehaceres cotidianos, dando giro al huso incluso con ayuda de los pies. Hilar es ritmo, paciencia y memoria en movimiento.
El telar de cintura, herramienta clave, se arma con piezas sueltas de madera; la urdimbre se tensa entre un poste y la cintura de la tejedora, que teje sentada en el suelo y controla la tensión con su propio cuerpo. La anchura viene limitada por el alcance de los brazos, de ahí que lo habitual ronde los 60 cm. La técnica limita el ancho, pero no la imaginación de los motivos.
En lo cromático y simbólico, sobresalen amarillo, azul, rojo, morado, naranja y negro. Aunque hoy se usan anilinas por practicidad, persisten tintes tradicionales como el añil/índigo, la púrpura del caracol, la cochinilla y semillas como el achiote. El color no solo adorna: narra linajes, tierras y rituales.
Panorama por estados: trajes y particularidades
Aguascalientes
Las mujeres visten falda larga y blusa bordada a mano —a veces en conjunto—, y el rebozo como compañero inseparable; su raíz campesina está muy presente. El coste aproximado oscila entre 800 y 1.500 MXN.
Baja California
Por su creación reciente como estado y su carácter urbano-multicultural, no se consolidó un traje típico único; se encuentran prendas con influencias mexicanas en comercios locales. La modernidad fronteriza marca la pauta estética.
Baja California Sur
Destaca el vestido rojo con la flor de pitahaya —cactus emblemático de la península—, conocido precisamente como traje flor de pitahaya. Botánica y orgullo regional en una sola estampa.
Campeche
Para ellas, huipil y falda larga con bordados; para ellos, camisas de manta y pantalón blanco. El legado maya se mezcla con herencias coloniales. Los precios suelen ir de 1.500 a 3.000 MXN en adelante.
Chiapas
Color, relieve y texturas mandan: huipiles, faldas plisadas y chales para mujeres; manta para hombres. Del Parachico de Chiapa de Corzo a la indumentaria tzotzil con flores y aves bordadas, es un museo vivo. Los conjuntos pueden ir de 2.000 a 5.000 MXN o más.
Chihuahua
El mundo vaquero deja huella: botas y sombreros en hombres; en mujeres, faldas con holanes y blusas a juego, fruto de la historia ganadera del estado. La prenda funcional del campo se vuelve seña de identidad.
Coahuila
Blusas de colores, faldas largas floreadas y rebozos para ellas; camisas y pantalones tradicionales para ellos. Los precios habituales rondan 1.500 a 3.000 MXN.
Colima
Ellas suelen llevar blusas de manga larga y faldas con volantes; ellos, camisas blancas y pantalón de manta. Predomina la mezcla mestiza y regional en cortes y adornos.
Durango
Entre los tepehuanes destacan vestidos femeninos de bordado colorista, mientras los hombres visten manta con sobriedad. El trasfondo mestizo se deja ver en patrones y accesorios.
Estado de México
La mujer porta falda negra y cinturón chincuete; los hombres, camisa y pantalón blancos de manta. El coste suele moverse entre 1.000 y 2.500 MXN.
En recursos educativos, no es raro encontrar llamados o referencias académicas en torno a estas vestimentas, muestra de su uso didáctico. La indumentaria también entra en el aula como contenido cultural.
Guanajuato
Vestidos femeninos de colores vivos con bordado a mano y faldas amplias; ellos, camisa blanca y pantalón negro. Precios frecuentes: 1.500 a 3.000 MXN o más.
Guerrero
En comunidades tlapanecas, túnicas (cueitl) con símbolos de fertilidad, flores y elementos míticos conviven con otras variantes regionales. La indumentaria ceremonial sigue latiendo en fiestas y rituales.
Hidalgo
Blusas de manga larga, faldas plisadas y rebozos para las mujeres; manta blanca para los hombres. Tejidos y bordados sostienen la memoria otomí-tepehua.
Jalisco
Ellas lucen vestidos de folclor con encajes y listones; ellos, traje de charro con sombrero y botas. Los precios van de 2.000 a 10.000 MXN o más según calidad.
Michoacán
Blusas bordadas, faldas policromas y rebozos; en cada comunidad purépecha, el color y el dibujo transmiten significados espirituales o familiares. Encontrarás conjuntos desde 1.500 hasta 3.000 MXN.
Morelos
Blusas bordadas y faldas plisadas en mujeres; manta blanca para hombres. La tradición mestiza morelense pervive en cortes y telas.
Nayarit
La indumentaria wixárika destaca por camisas y pantalones bordados con símbolos sagrados (venado, peyote, maíz), además de morrales tejidos a mano. El número y color de morrales señala el rango comunitario.
Nuevo León
Chaqueta de cuero, faldas amplias y botas, muy presentes en danzas de música folclórica. La estética norteña se reconoce a la legua.
Oaxaca
Huipiles, faldas plisadas y una enorme diversidad por región: tehuanas del Istmo, diseños mixtecos o de la Sierra. La Guelaguetza visibiliza esa variedad en escena.
Puebla
Blusas bordadas (huipiles) y faldas largas con encajes para ellas; manta blanca para ellos. Costes habituales: 1.500 a 3.000 MXN en adelante.
Querétaro
Nagua y camisa de manta bordadas con delantal de cambaya y huaraches de correa; a menudo identificado como traje otomí. Tejidos y calzado tradicional rematan el conjunto.
Quintana Roo
Traje regional de Chiclera, con múltiples motivos del escudo estatal —caracol, estrella— pintados o bordados. La influencia caribeña y maya deja su sello.
San Luis Potosí
En la Huasteca, blusas bordadas, faldas largas y el dhayemlaab, una especie de poncho; los hombres llevan manta blanca. Los precios rara vez bajan de 1.500 MXN.
Sinaloa
Entre varios, resalta el traje de flor de amapa, inspirado en una flor abundante del estado. Botánica local elevada a emblema textil.
Sonora
Además de la fuerte estética vaquera, la cultura yaqui aporta una vestimenta sencilla y colorida con identidad propia. La frontera y lo indígena conviven en el armario sonorense.
Tabasco
Blusas bordadas y faldas coloridas para ellas; camisas blancas y pantalón de manta para ellos. La influencia tropical también se borda en la tela. La cultura zoque deja huellas visibles en algunos motivos regionales.
Tamaulipas
La prenda distintiva es la cuera: una camisa larga y amplia que funciona como prenda formal en eventos. Cuero y corte sobrio, elegancia norteña.
Tlaxcala
Blusas bordadas y faldas con encaje en mujeres; manta blanca en hombres. Detalles delicados para una tradición compacta.
Veracruz
Faldas amplias, blusas con encaje y rebozo; los hombres con guayabera blanca y pantalón claro. El jarocho es música hecha vestuario.
Yucatán
El terno mestizo —jubón, huipil y fustán— luce flores bordadas al punto de cruz; en hombres, guayabera, pantalón oscuro y sombrero. Precios: ternos desde 2.000 MXN; guayaberas entre 500 y 1.500 MXN.
Zacatecas
Blusas bordadas y faldas coloridas para ellas; camisa blanca y pantalón de manta, a veces con chaleco y sombrero para ellos. La estampa minera se viste de gala regional. Consulta también la vestimenta zacateca para detalles locales.
Fiestas, pasarelas y divulgación
Los trajes regionales no se quedan en vitrinas o museos: se ven en escuelas durante fechas cívicas, en ferias locales, y en grandes citas turísticas como la Guelaguetza. También han ganado presencia en concursos de belleza, reforzando su visibilidad mediática. Vestirlos no es disfrazarse: es honrar a una comunidad concreta.
El diálogo entre tradición e industria de la moda ha crecido. Diseñadores como Carla Fernández, Lydia Lavín o Armando Mafud trabajan con comunidades artesanas para resignificar técnicas y siluetas, manteniendo el respeto por los procesos textiles. La colaboración responsable puede amplificar y proteger el patrimonio.
Exposiciones como “El arte de la indumentaria y la moda en México, 1940–2015”, presentadas por instituciones culturales (Fomento Cultural Banamex, Secretaría de Cultura/INAH, El Palacio de Hierro y Vogue México), han situado, frente a frente, moda e indumentaria indígena para explorar orígenes y expresiones contemporáneas. Ese “cara a cara” revela una cultura a través de su manera de vestir.
En iniciativas editoriales, “Raíces de la moda” recupera historias de prendas y accesorios —rebozo, huaraches, filigrana, sombrero charro—, subrayando su significado y homenajeando a México con guiños como “La Lotería”. Es una enciclopedia viva del textil y la artesanía mexicana.
Por último, la divulgación tiene también una vertiente educativa y formativa: desde recursos para aprender historia y tradiciones con profesorado particular hasta contenidos que integran la indumentaria en proyectos escolares. El conocimiento textil se transmite tanto en el taller como en el aula.
Mirar la vestimenta tradicional mexicana a fondo es asomarse a siglos de mestizaje, técnicas minuciosas y relatos regionales que siguen cambiando. Del huipil al charro, del telar de cintura al bordado en seda, de la tehuana al jarocho, todo dibuja un mapa cultural hecho de fibras, tintes y memoria compartida que continúa inspirando a quienes lo portan, lo crean y lo estudian.



