Velocidad de los jardines, Eloy Tizón | Reseña

Velocidad de los jardines es, fácilmente, el más famoso libro de cuentos de los libros de cuentos que no son famosos. Lectura indispensable que nadie conoce. Salvo Alberto Olmos y cuatro más. Un win-win de manual.

Reseña de Velocidad de los jardines

El agujero blanco de la página colindante presagia un final cercano. Todavía restan un puñado de líneas por consumir; todavía, la esperanza de que este cuento tenga algún fin. Pero no. El relato tiempo ha que terminó. Como el anterior, como el siguiente. Los cuentos de Eloy Tizón se te mueren sin avisar. O también: los cuentos de Eloy Tizón nunca se acaban, porque esto va más allá de recorrer el misterio oculto entre A y B. Como la poesía, como la pintura, esto va de contemplar hojas convertidas en lienzos de palabras. Lectura pausada, reflexión constante, poso permanente y a prueba de posteridad.

“Fue una especie de hecatombe. Media clase se enamoró de Olivia Reyes, todos a la vez o por turnos, cuando entraba cada mañana aseada, apenas empolvada, era una visión crujiente y vulnerable que llegaba a hacerte daño si se te ocurría pensar en ello a medianoche.”

¿Por qué llamarlo infancia pudiendo decir jardines? El extracto anterior está sacado de Velocidad de los jardines, el cuento de niñez y melancolía que da nombre a este genial recopilatorio de Eloy Tizón y también el texto que, en opinión de Alberto Olmos, “por siempre será el mejor relato de Tizón (un autor al que Mal-herido Olmos en su día tildó de «mejor cuentista español de todos los tiempos”).

“—Por Cristo, que alguien me diga adónde van a parar los altos días claros, mi infancia ligera, mi juventud despreocupada. Era tan fácil ser pequeño y traer notas. El pequeño Austin con su pequeño lápiz rojo. ¿Es que existe en algún sitio una especie de depósito de residuos donde alguien almacena alegremente nuestros momentos dichosos? Si es así, yo a ese lugar lo llamaría Dios.”

Este trozo podría pertenecer al mismo relato, pero no. Seguro que ya os váis haciendo una idea del aroma predominante de Velocidad de los jardines. El extracto está sacado de un cuento que te come (en serio, te desbroza las tripas) donde un señor abandona la ciudad para pasar la Nochevieja dentro del coche en un descampado. Como en La vida intermitente (“Si soy más feliz me desintegro”), como en Villa Borghese (“Esta es la historia de un hombre que se enamoró y le crecieron los zapatos”), la estampa que más se repite es la de la fiesta clausurada; el banquete con telarañas.

La prosa atmosférica y milimétrica de Velocidad de los jardines

Velocidad de los jardines es un libro triste y evocador, donde cada escena dibuja una existencia marchita, gris y enmarañada en el recuerdo de una felicidad extinta. Un presente secuestrado por las sombras de un pasado mejor que nunca regresará.

Por compensar el triunfalismo (todo lo dicho hasta ahora en la reseña pretende ser positivo) y ponerle algo de miga: a ratos es un libro demasiado… atmosférico, al que hay que ponerle ganas.

Además, aunque Tizón asegura que no escribe para escritores (cosa que podría ser cierta), Velocidad de los jardines comienza con Carta a Nabokov y, la verdad, es innegable que este cuento pierde demasiado jugo para aquel que no sepa, por poner dos ejemplos, que Sirin era el seudónimo con el que el ruso firmaba en Berlin o que Ardis Hall es la casa de campo donde Ada y Van empapaban su ardor:

“Tú que viste el ocaso de un siglo reflejado en el timbre de tu bicicleta. Sirin, qué extraño pasajero. Entre los alerces del jardín existe un lugar vacío, una urna de luz donde no es posible el daño y te imagino. Tu linterna mágica, la biblioteca de Ada, la ardiente transparencia de Ardis Hall, desmienten que haya muerte.”

Pero bueno, también mucha gente (yo) ignora(ba) lo que es un alerce y no por ello el planeta dejó de dar vueltas. Velocidad de los jardines son 142 páginas de prosa milimétrica y estilo cincelado hasta la mínima expresión donde, no obstante, la maquinaria acepta la retirada de muchos eslabones. A los relatos les sobran piezas no porque se pretenda alargar la llegada a la meta, sino porque el camino es la meta. Se trata de disfrutar el paseo; de la velocidad de los jardines.

PD: Alerce (Larix decidua): Árbol de la familia de las pináceas originario de Europa. Alcanza unos 45 m de altura y puede vivir alrededor de 600 años. A diferencia de la mayoría de las coníferas, pierde su follaje durante el invierno.

Eloy Tizón, Velocidad de los jardines
Anagrama, Barcelona 1992
142 páginas | 7 Euros


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