Todo en The Eddy (6,3 en FilmAffinity y críticas dispares) es un desastroso y bello caos a imagen y semejanza del jazz, género musical predilecto de un Damien Chazelle (Whiplash, La la land) que, a lo largo y ancho de los ocho episodios de este estreno de Netflix, parece estar más pendiente de la música que de la serie. No es es un musical, sino una serie sobre música; una serie como ninguna que hayas visto (o escuchado) hasta ahora.
Crítica de The Eddy: una golosina imperfecta
The Eddy es creación de Jack Thorne, y Chazelle sólo dirige los dos primeros capítulos, pero su nombre sobrevuela toda la producción en calidad de director ejecutivo. The Eddy es puro jazz en fondo y forma. Una carta de amor a un género que, como la propia serie de Netflix, no está hecho para todos los públicos.
Por la ausencia de ortodoxia en el ritmo de los acontecimientos y en la estructura (tanto de los episodios como de la temporada), The Eddy es lo más parecido a un disco de Coltrane o Davis que jamás se haya grabado… con una cámara. A nosotros The Eddy nos ha parecido una golosina fresca, diferente y entretenida. Pero no redonda. Y tenemos que insistir: quizás esto no sea algo malo.
The Eddy es el nombre de un garito del 13eme arrondisement de París. Un distrito ideal, dado el volumen de población inmigrante, aceras desconchadas y callejones Bataclan, para dejar bien clara la visión del París anti cliché que The Eddy persigue en cada una de sus tomas (desde la única vez que vemos la torre Eiffel, sucia y desencuadrada, hasta cada uno de los chanchullos que se dirimen en una banlieue sacada de la película La Haine).
Consumidores de cine francés, nouvelle vague y cinema verité a un lado, que se preparen para el estremecimiento aquellos que asemejen la capital francesa a las pulcras postales que Woody Allen rodó hace una década para la mágica Midnight in Paris.
Aquí se ha venido a sufrir
En The Eddy tocan cada noche una serie de músicos que, a pesar de estar más cerca de los 50 que de los 30, siguen pasando las fatigas del adolescente emborrachado de ideales. Mucha ratonera con pósteres raídos, camas desechas y platos por fregar en The Eddy. Aquí el mantra es que la música justifica el martirio de lo otro, de las 23 horas restantes de vida que queda por rellenar.
Cada episodio de The Eddy se centra en un personaje (y atención, punto a favor: no todas las historias versan sobre miembros de la banda, compuesta por la cantante, pianista, trompeta, saxo, contrabajo y batería).
La trama principal gira en torno a las crecientes complicaciones de Elliot Udo, el gerente del bar (un ex pianista estadounidense profesional interpretado de forma soberbia por André Holland) para, además de seguir manteniendo el bar a flote, tratar de grabar un disco con la banda que ha formado con lo más selecto de lo que se ha ido encontrando por los callejones de París desde que se exilió de Nueva York tras la muerte de su hijo y divorcio.
Desafortunada trama criminal
El contrato discográfico (esta vez ansiado, y no demonizado como sucede con el de Sebastian y John Legend en La la land) se antoja como la única vía de escape de una existencia desordenada, repetitiva y sin más aliciente que el de tocar cada noche las mismas canciones para la misma gente… pero en un bar casi bohemio de París. Un día a día cuya naturaleza rutinaria, como todo en esta vida cuando nos es robado, se volverá añoranza y deseo en cuanto Elliot Udo se vea implicado en oscuros tejemanejes con una sociedad mafiosa local que amenaza con destruir el bar si no les paga un dinero adeudado.
Este rompecabezas criminal de excesiva duración (demasiadas visitas de europeos del este al bar con ganas de bronca) no hace más que contribuir al consabido mantra de «persigue tus sueños, por muy difíciles que sean y por mucho que éstos vayan a putearte el día a día». La trama criminal se hace pesada, repetitiva y extraña. A ratos el caos de todo cuanto está sucediendo en The Eddy es demasiado impostado. Es como si alguien en la sala hubiese dicho «eh, chicos, necesitamos insertar algo de historia en algún lado y procurad que todo quede bien embarullado; necesitamos un extra de sindiós en esta escena».
Este impostado arranque, nudo y desenlace cohabita de forma casi independiente, en una esquina de la serie, junto al resto de estampas de música, vida e historias personales, de mucho mayor interés e igual naturaleza destructora.
The Eddy gana enteros en las escenas independientes de la trama criminal; en los diálogos de largas miradas y recriminaciones silenciadas; en ese Buenos días entre amigos que no necesitan decirse nada para ponerse a tocar juntos, en un minuto que aparece mágicamente disponible en esa mañana que tan fría había amanecido, uno al piano y el otro a la trompeta, profesarse su amistad medio interpretando medio improvisando esa nueva melodía que quizás por fin sea LA melodía que les saque del agujero.
The Eddy: muchísimas historias en sólo 8 capítulos
Idea de base: cómo nos cuesta a los humanos la odisea de querernos y hacernos entender, pero qué lozana y curiosa la música que podríamos escribir con el desastre que vamos dejando por el camino. Algunos ejemplos de las muchísimas historias a las que nos asomamos en tan sólo ocho horas de serie:
- La llegada a París de la hija adolescente de Elliot Udo (Amandla Stenberg, quizás la mayor revelación de The Eddy) y la conflictiva relación entre ambos.
- La hermosa fase de madurez de la hija de Elliot, inmersa en un drama familiar y que lucha por encontrar su lugar en el mundo (romance incluido).
- La relación de ida y vuelta entre Elliot y la cantante, Maja (interpretada por la polaca Joanna Kulig).
- El jugueteo con las drogas y la visita de un antiguo amor de uno de los personajes.
- El constante tira y afloja de algunos miembros de la banda con Elliot Udo, el cual trata con cierto paternalismo a todos los integrantes del grupo.
- La sensación de lealtad y pertenencia (y posterior rechazo) cuando uno de los miembros del grupo es reemplazado o cuando otro se plantea abandonar el grupo para irse de gira por Europa con una orquesta.
- El milagro de la integración multicultural y pacífica en Europa.
Es sintomático que podamos eliminar cualquiera de estas historias y que The Eddy siga funcionando a la perfección. Más que un puzzle, esta serie es una de esas torres-pasatiempo formadas por piezas de madera que uno puede extraer sin miedo a que la estructura siga en pie.
The Eddy es una bellísima porción de vida, ritmo y drama que sucede en un lugar muy concreto, en un momento muy concreto y protagonizado por unos personajes imperfectos que resumen en sí mismos, en sus pasiones, en sus fallos y en sus miedos, la razón primordial por la que seguimos (y seguiremos) consumiendo cine y series: asomarnos por un rato al desastroso y bello caos de las existencias de otras personas para así, quizás, tratar de entender mejor la nuestra.
Todo (hasta su final) persigue romper con lo establecido. The Eddy reúne la imprevisivilidad de una canción de jazz y el encanto de algo que es consciente e indiferentemente excesivo. Incluso la típica escena de persecución romántica en el aeropuerto se salda con una ejecución distinta a la prevista.
The Eddy es, junto con Zerozerozero, lo mejor que nos ha dado por ahora este confinado 2020 tan desastroso del que alguien, algún día, más le vale escribir una canción en condiciones.