El hormigón ha cambiado para siempre la forma de concebir los lugares de culto, permitiendo espacios que combinan monumentalidad, luz y una contundente poética material. Bajo su aparente sobriedad, este material ha abierto un abanico inmenso de soluciones formales: desde cajas de luz minimalistas hasta esculturas habitables que dialogan con el paisaje.
Para entender por qué hoy hablamos de “templos de hormigón”, conviene recorrer de un vistazo la evolución del edificio religioso desde la Antigüedad hasta la modernidad y la vanguardia, pasando por el románico, el gótico, la revolución barroca, las reformas litúrgicas y las experiencias de los siglos XX y XXI. En este recorrido, veremos también ejemplos imprescindibles en Japón, Francia, Finlandia, Suiza, Alemania, España, Brasil, El Salvador y Estados Unidos, así como contextos regionales decisivos como Etiopía o Noruega.
Qué entendemos por templos de hormigón y por qué importan
Cuando hablamos de templos de hormigón no nos referimos a un estilo único, sino a un conjunto de arquitecturas que aprovecharon las posibilidades estructurales y expresivas del concreto para crear espacios de reunión, oración y contemplación con un lenguaje propio. Desde superficies vistas con textura de encofrado hasta cáscaras delgadas y arcos audaces, el hormigón ha sido vehículo de espiritualidad contemporánea.
El material ha permitido experimentar con formas centrales, plantas elípticas, grandes luces sin apoyos y fachadas casi abstractas que respiran luz, releyendo la tradición basilical y la planta cruciforme. La luz natural, filtrada por rendijas, lucernarios o vidrios, se ha convertido en materia arquitectónica tan esencial como el propio hormigón.
De la Antigüedad al hormigón: herencias que perduran
La arquitectura antigua sentó las bases simbólicas y técnicas del templo. En Grecia, la armonía y la medida de los órdenes dórico, jónico y corintio resumían un ideal racional; en Roma, el genio ingenieril se expresó con arcos, bóvedas, cúpulas y la temprana utilización del opus caementicium (hormigón romano), clave del Panteón y de una infraestructura colosal.
Más allá de su función práctica, los edificios sagrados fueron manifestaciones de poder e identidad: del Partenón al Foro Romano, la arquitectura comunicó estatus, cosmología y organización social. Las ciudades antiguas equilibraban culto, vida pública y representación política en templos, termas, basílicas y anfiteatros.
Las innovaciones romanas —hormigón, bóvedas, cúpulas— permitieron luces inéditas y nuevos tipos de edificios. Obras como el Coliseo, el Panteón, el Puente del Gard o la Columna de Trajano mostraron cómo función y estética podían ir de la mano con medios constructivos de vanguardia.
La comparación entre Grecia y Roma revela dos enfoques: proporción y mármol frente a grandeza constructiva y hormigón. Esta dualidad seguirá latiendo, siglos después, en iglesias que basculan entre la claridad geométrica y la audacia estructural.
Del cristianismo temprano a Bizancio: atrios, basílicas y plantas centrales
Los primeros siglos cristianos transcurrieron entre sinagogas, casas privadas y discretas “domus ecclesiae”. Ejemplos como la casa-iglesia de Dura Europos muestran cómo se adaptaron espacios domésticos, abriendo muros para crear salas y baptisterios en pequeño formato.
Con Constantino, el culto sale a la luz y adopta la basílica romana por su gran nave y su capacidad para congregaciones numerosas. Nacen referentes tempranos en Roma como Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y el mausoleo de Santa Constanza, que introduce con fuerza la planta centralizada.
Elementos como el atrio, la bema y el ábside transforman la experiencia espacial. El atrio articula la llegada, la bema eleva el ámbito del altar y el ábside concentra la mirada; de aquí derivan la forma de cruz latina y la posterior definición del transepto.
Bizancio consolida la planta de cruz griega y la gran cúpula simbólica del cielo. Santa Sofía sintetiza sala longitudinal y espacio centralizado, e inspira tanto iglesias cristianas como arquitectura islámica posterior. La cristiandad oriental introduce el iconostasio y juega con semicúpulas y ejes procesionales.
Patronazgos, reliquias y superposiciones de estilos
La complejidad de muchas iglesias se explica por patronazgos, ubicación, reliquias y el estatus de cada comunidad. Abadías y colegiatas, con arquitectos más cualificados, exhiben mayor refinamiento; templos con reliquias o rutas de peregrinación crecen en escala y ambición.
Las reformas, siglos de obras y cambios de culto propiciaron híbridos únicos. La Catedral de Santiago de Compostela añade su imponente fachada barroca del Obradoiro a un cuerpo románico; Santa María del Fiore mezcla gótico y renacimiento; el Panteón o la antigua terma transformada en Santa María de los Ángeles fueron reorientados al culto cristiano; la Mezquita de Córdoba incorporó intervenciones cristianas tras la Reconquista.
Románico y gótico: de muros portantes a esqueleto de piedra y luz
El románico, impulsado por Cluny y luego matizado por el Císter, adopta la planta de cruz latina con muros de sillería, arcos de medio punto y bóvedas de cañón. El empuje lateral se combate con contrafuertes y el programa iconográfico narra Biblia y martirologio; en España aparecen variantes en ladrillo y adobe como San Tirso de Sahagún.
La austeridad cisterciense limpia la decoración figurativa y prepara, paradójicamente, el salto gótico, donde arcos apuntados, bóvedas de crucería y arbotantes descargan la estructura, abriendo espacio a vanos enormes de vidrieras radiantes y tracerías complejas.
El gótico eleva la ingeniería a arte teológico: a mayor anchura, mayor altura. La luz coloreada, las esculturas naturalistas y la geometría refinada convierten catedrales en auténticas “biblias de piedra”. El estilo se expande a lonjas, ayuntamientos y edificios gremiales.

Renacimiento, Barroco y Reforma: nuevas miradas al espacio sagrado
El renacimiento retoma la antigüedad y ensaya cúpulas y plantas centrales. Brunelleschi resuelve la cúpula de Florencia; Bramante proyecta San Pedro de Roma; en España brillan la Sacra Capilla del Salvador en Úbeda y el monasterio de El Escorial, emblema herreriano de sobriedad monumental.
El barroco católico, con la iglesia del Gesù como paradigma, reimagina la nave única y las capillas laterales interconectadas, elimina el nártex y concentra la asamblea en torno al altar. Cúpulas elípticas, fachadas curvas, frescos ilusionistas y luz cenital buscan conmover al fiel. San Pedro culmina con Bernini y su columnata; su eco llega a San Pablo de Londres y a grandes catedrales iberoamericanas.
La Reforma protestante desplaza el foco al púlpito y a la escucha de la Palabra. Se reorientan bancos, se eliminan imágenes y surgen tipologías que maximizan visibilidad y acústica; en los Países Bajos aparece la iglesia octogonal de Willemstad; en Silesia, las monumentales Iglesias de la Paz, de madera y sin torres, surgen bajo fuertes restricciones, seguidas de las Gnadenkirchen.
El neoclasicismo reacciona a los excesos del barroco con templos de sobria monumentalidad. La Madeleine de París reproduce el lenguaje del templo clásico; el Panteón parisino y, en Italia, San Francesco di Paola o la Gran Madre di Dio retoman el modelo del Panteón romano; destacan también las catedrales de Pamplona y Buenos Aires.
Del historicismo al hormigón moderno: neogótico, modernismo y vanguardia
El siglo XIX recupera el gótico (de copias literales a lecturas libres), culmina catedrales como Colonia o Milán y levanta iconos como Liverpool o San Patricio en Nueva York. Incluso el Templo de Salt Lake City incorpora una retórica vertical poderosa.
El modernismo quiebra los lenguajes académicos, pero penetra en la arquitectura religiosa con contadas obras maestras. Antoni Gaudí ensaya la Cripta de la Colonia Güell y proyecta la Sagrada Familia con un baldaquino sobre el altar, reinterpretando tradición y naturaleza con materiales modernos.
En el periodo de entreguerras, Auguste Perret en Le Raincy y, después, Le Corbusier en Ronchamp, abren la puerta a una nueva sacralidad del hormigón. Espacios desnudos, luz profunda y estructura honesta marcan el camino; Rudolf Schwartz y la influencia Bauhaus en Corpus Christi (Aquisgrán) proponen una “teocentricidad” mínima, de paredes blancas y mobiliario esencial.
El Concilio Vaticano II impulsa la participación activa y el altar exento mirando al pueblo. Se experimenta con plantas circulares o poligonales (Liverpool Metropolitana, Brasilia), configuraciones en proscenio tipo anfiteatro y recorridos por ámbitos diferenciados (bautismo, palabra, eucaristía), según propuestas litúrgicas contemporáneas.
Brutalismo y ejemplos españoles: luz mediterránea en hormigón
En España, el brutalismo eclesial recoge el testigo del hormigón sincero y luminoso en los años 50 y 60. La Porciúncula, en Palma, es una obra que mira al pasado desde una rotunda modernidad material, atravesada por un episodio luctuoso: el asesinato del arquitecto José Ferragut en 1968, nunca esclarecido y rodeado de hipótesis que apuntan a la homofobia de la época y a su postura crítica frente al desarrollismo de la costa balear.
La iglesia de la Porciúncula permanece como homenaje a una manera de atrapar la luz mediterránea con hormigón, demostrando cómo la rugosidad del material puede volverse cálida cuando dialoga con clerestorios y lucernarios bien orientados.
En Jávea, Nuestra Señora de Loreto (1968) de Fernando García Ordoñez convirtió a la ciudad en referencia del brutalismo europeo. Con forma de barca de pescador, doce pilares curvos evocan a los apóstoles; los lucernarios peinan los muros para que la luz “resbale” y, al mirar arriba, el techo recuerda el vientre de una nave lista para faenar: una potencia simbólica que cumple los aires renovadores del Concilio Vaticano II.
Diez templos de hormigón imprescindibles en el mundo
Iglesia de la Luz, Osaka (Tadao Ando, 1989). Muros de hormigón visto y una cruz vaciada que deja pasar la luz oriental: minimalismo radical al servicio de la contemplación.
“Catedral de San Basilio”, en Francia (Auguste Perret, 1923). Presentada como un temprano hito de hormigón armado con arcos parabólicos y campanile singular, refleja la exploración pionera del material en el culto europeo; se la menciona en este contexto como ejemplo del uso estructural y expresivo del concreto en la arquitectura sacra de su tiempo.
Capilla del Silencio, Helsinki. Un refugio urbano de hormigón y madera, con interior desnudo y bóveda que cuida la acústica para el retiro interior en plena ciudad.
Iglesia de San Giovanni Battista, Mogno (Mario Botta). Piezas locales de piedra y hormigón en planta elíptica, un edificio que se asienta con autoridad en el paisaje alpino.
Capilla Bruder Klaus, Alemania (Peter Zumthor). Paredes coladas in situ, interior ahumado y cónico que conduce la mirada a un cielo mínimo: austeridad que conmueve.
Iglesia de Saint-Pierre, Firminy (Le Corbusier). Forma escultórica y torre cilíndrica; pequeños huecos dejan pasar haces de luz que dramatizan el espacio modernista y brutalista.
Santa María Reina de la Paz, San Diego (Philip Johnson y Richard Foster). Estructura en hormigón con perfil de tienda, grandes paños acristalados y una atmósfera abierta y acogedora.
Capilla Cardedeu, El Salvador (EMC Arquitectura). Columnas y vigas de hormigón sostienen una cubierta “flotante” que enmarca el lago y fusiona interior y paisaje.

Catedral Metropolitana de Brasilia (Oscar Niemeyer). Hiperboloide de 16 columnas curvas: luz, estructura y símbolo nacional en un único gesto monumental.
Iglesia de San Francisco de Asís, Pampulha (Oscar Niemeyer). Ondas de hormigón que siguen el terreno, interior sobrio y vitrales abstractos de una plasticidad memorable.
Más allá del hormigón: tradiciones regionales que definen el templo
La arquitectura del Tewahedo ortodoxo en Etiopía combina basílicas ancestrales, iglesias talladas en la roca y tipologías circulares de techos cónicos. El interior se organiza en tres anillos: el maqdas (santuario del tabot), el qiddist (para comulgantes) y el qene mehlet (accesible a todos), destacando la jerarquía del rito.
En Noruega, la madera ha sido reina: de las stave churches medievales a plantas octogonales y cruciformes para resistir el viento. Tras la Segunda Guerra Mundial irrumpe el hormigón armado (Catedral de Bodø) y soluciones con paneles metálicos como la Catedral del Ártico, evidenciando cómo materia y clima condicionan forma y símbolo.
Iberia entre dos mundos: visigodos, mozárabes y mudéjares
Antes y después de Al-Ándalus, la península ibérica mezcló herencias. El visigodo hizo suyo el arco de herradura (San Juan de Baños, San Pedro de la Nave); el arte asturiano (San Julián de los Prados, San Miguél de Lillo, Valdediós) enlazó con lo carolingio; y el mozárabe hibridó pintura de raíz oriental con pequeñas ermitas como San Baudelio de Berlanga, de cúpula sobre pilar central.
El mudéjar, con ladrillo, azulejo y yeso, llenó de geometrías fachadas e interiores. Aragón conserva joyas Patrimonio de la Humanidad; y su relectura neomudéjar levantó, ya en el XIX, iglesias como San Fermín de los Navarros en Madrid.
Modernidad litúrgica, postmodernidad y diversidad global
La segunda mitad del siglo XX consolida la dispersión estilística: del racionalismo a expresiones postmodernas que recuperan memoria simbólica. Autores como Steven Schloeder, Duncan Stroik o Thomas Gordon Smith han abogado por una continuidad legible del lenguaje cristiano tradicional desde claves contemporáneas.
También hay voces críticas: en Nigeria, durante el siglo XX, algunas iglesias pasaron de parecer monumentos foráneos a adoptar rasgos industriales, recordándonos que forma y símbolo deben dialogar con cultura local y experiencia del fiel.
Conservación, turismo y bibliografía: mantener viva la piedra y el hormigón
El reto actual es conservar sin desvirtuar. Monumentos como el Partenón o el Coliseo exigen técnicas mínimamente invasivas (láser en mármoles, artesanía en restauraciones), y la presión turística obliga a gestionar flujos y apoyarse en la realidad virtual para proteger y divulgar.
La tradición clásica inspiró el Renacimiento y el neoclásico, y sus ecos siguen latiendo en la teoría arquitectónica. De Vitruvio a los tratados modernos, y autores como D. S. Robertson, F. D. K. Ching, Carolyn Y. Yerkes, Leland M. Roth, Aldo Rossi o Ricardo Aroca, la bibliografía especializada ha ayudado a entender cómo historia, técnica y culto se entrelazan. Galerías del románico y estudios académicos (incluidos documentos universitarios) amplían contexto y detalle.
Si solo pudiéramos visitar un edificio en Roma, muchos escogerían el Panteón por su cúpula de hormigón imperecedera, porque en ella se cifra la continuidad entre legado antiguo y la potencia del material que, siglos después, volvería a protagonizar templos asombrosos.
Mirando en perspectiva, el hormigón ha permitido redescubrir la luz, el silencio y la escala en el templo; desde el minimalismo de Ando a la poesía de Zumthor, pasando por la audacia de Niemeyer o la rotunda sinceridad brutalista de la Porciúncula o Loreto en Jávea, vemos que no hay un único “estilo de hormigón”, sino un idioma común para expresar fe con honestidad material y espacial.
