Saber perder, David Trueba | Reseña

“¿Y tú qué coño estás mirando?”, me increpó Saber perder mirándome a los ojos después de haber leído sus cien primeras páginas. Sentí que quizá me estaba metiendo donde no me llamaban. Algo como el pudor irremediable al husmear una discusión de los padres que deriva en temas que uno no debería estar escuchando. Pensé en cerrar el libro.

? Reseña de Saber Perder, la mejor novela de David Trueba

Pero aquí estoy escribiendo esto, por lo que ya habrá averiguado que no dejé de leer. Menos mal. Comencé situando mis brazos en un ángulo obtuso para mantener el libro a una distancia prudencial, para observar con perspectiva, pero, a medida que avanzaba, a medida que me inmiscuía en las vidas de sus cuatro protagonistas, ese ángulo iba tornándose en un ángulo agudo adictivo y dictatorial.

Así, con el libro tan cerca de mí, pude sentir el calor dulce de la piel de Sylvia y el jadeo fatigoso de Leandro. Pude deleitarme con el atrayente perfume a champú de Ariel y me hastié al percibir el penetrante olor a fracaso de Lorenzo.

Lanzada en 2008, en su tercera novela David Trueba observa el mundo subiéndose el puente de las gafas con el dedo corazón para que nada le enturbie la realidad. Su realidad. Una visión pesimista y gris, donde siempre parece estar nublado y donde se hace imprescindible una rebeca.

Saber perder es la historia de un país resumida en las pequeñas historias de “esa gente que no tiene visibilidad”, como dijo el propio autor en su discurso al recoger el Goya a Mejor Guion Original por su película Vivir es fácil con los ojos cerrados.

En Saber perder, Trueba nos narra cuatro historias que se abren paso en un escenario nuevo para ellas, cada una con su circunstancia, que les guía en el relato. La obra está dividida doblemente en cuatro partes. Por un lado están los protagonistas y por otro los episodios. Estos últimos identificados con los instintos más primarios del ser humano: el deseo, el amor, la búsqueda de la verdad y el miedo a lo desconocido. Interpretados desde diferentes puntos de vista: la adolescencia apática y desconfiada de Sylvia; la ingenuidad tanguera de Ariel; el acomplejado volver a comenzar de Lorenzo; y la pasión imprudente y vetusta de Leandro.

Leandro, la frustración de los sueños incumplidos

El anquilosamiento doméstico de la ancianidad empuja a Leandro hacia su aventura. Un camino de deseo lascivo y remordimiento, de orgasmo y penitencia.

Ante la imposibilidad de materializar nuestros sueños plenamente, solemos decantarnos por hacerlo de manera parcial. De esta forma el que no llega a futbolista profesional, se hace entrenador de niños y el que no consigue terminar su novela, monta una librería.

Todo para permanecer envueltos en el aura de un deseo que nos acaricia pero que nunca nos penetra. Eso es para Leandro la docencia, un sucedáneo que le provoca una inmensa frustración a la que intentará poner remedio.

Lorenzo, historia de un hombre a la deriva

Lorenzo es hijo y padre al mismo tiempo. Marido ya no. En la carrera de su divorcio, su ex mujer le ha adelantado por la derecha, sin señalizar y sin dejarle margen de maniobra. La plenitud personal y el éxito profesional de ella se presentan como un desafío constante para él, que se empeña en maquillar su fracaso a ojos de su hija ‒y de sus padres‒.

“Había encontrado una mujer en su escalera. Tan reducido había quedado su campo de acción”

Aparentar independencia económica en un país en el que ser ayudado está mal visto, por eso se niega a aceptar la ayuda que su padre le ofrece. Su exigua lista de la compra le afianza en su idea de integridad. El funesto estado de su cuenta bancaria y el paupérrimo mercado laboral le empujan a coger la salida fácil para poner fin a la humillación sufrida por un antiguo socio. Su tedio sentimental lo resumirá Sylvia en una frase: “Había encontrado una mujer en su escalera. Tan reducido había quedado su campo de acción”.

Ariel, el futbolista de Saber perder

Ariel sabe que su momento llegará. Aterrizó en Madrid como Fernando Gago, con envoltorio de estrella y piernas de futbolista en formación. Como el Benja de Mario Benedetti, no entiende la vida sin fútbol. Pero el fútbol en Europa es amargo y áspero. Aquí no se sonríe mientras se juega y de eso tarda poco en darse cuenta. Hay demasiada prisa para confiar en proyectos de futuro como él.

En los despachos Ariel se encuentra el lado más execrable del balón y así nos lo muestra Trueba, que lo conoce o lo intuye ‒da lo mismo, no será muy diferente‒. Prefiere no mojarse y no nos dice de qué equipo de la capital se trata, quizá por un incomprensible miedo al abandono de los lectores más ultras. La pomposidad que rodea la nueva vida de Ariel nos invita a creer que juega en el Real Madrid, pero el reinante clima de derrota nos acerca más a la Ribera del Manzanares, al Atleti, del que es simpatizante confeso el autor. Su frustración deportiva la combate furtivamente con una historia personal de futuro incierto. Como todos los futuros.

Sylvia, la protagonista femenina

El pavo pasó de largo en la vida de Sylvia. Su adolescencia no es como la de los demás. Está desencantada. No pertenece al mundo de los niños, pero tampoco al de los adultos. Ella es la única mujer protagonista, pero, como solución compensatoria, recibe el mayor peso argumental.

De ella se extrae la esencia de la obra: la búsqueda de su lugar en el mundo. Un rechazo al conformismo que, en ocasiones, provoca frustración y que es injusto con el presente. Lo hacemos todos.

Estuve allí, por eso sentí que molestaba. Trueba me dio permiso para entrar y sentarme en un rincón. Sin embargo, en ocasiones me encontré en el centro de conversaciones incómodas, husmeando y cotilleando, imbuido de las brillantes descripciones. Llegué a conocerles, su pasado y su presente, a intuir con ellos su futuro.

? Imposible no sentirse identificado con los personajes de Trueba

Me resultó imposible no identificarme con algún aspecto de los personajes principales. Trueba los escogió minuciosamente para conseguirlo, como hiciera J. J. Abrams en Perdidos: una adolescente, un joven inmigrante, un hombre de mediana edad y un anciano. Nada de lo que sucedió en sus páginas fue accesorio, aunque lo pareciera previamente. Nos cedió a nosotros el placer de descubrirlo.

Show, don’t tell, que dirían los ingleses.

En medio del clima de declive agradecí el guiño estrábico del autor hacia su hermano, aderezado con chanzas para él bien conocidas. Terminé la lectura sobrecogido y zarandeado, aunque tremendamente agradecido. Cerré el libro y me dispuse a continuar mi pequeña historia, intrascendente y carente de visibilidad para el mundo.

David Trueba, Saber perder
Anagrama, Barcelona 2009
528 páginas | 14 Euros


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