A TVE le dio por emitir hace dos días una película sobre un escritor ficticio (o película sobre literatura o el arte de escribir mismo) que nos ha dejado un pelín perplejos. El ladrón de palabras es uno de ésos artefactos que merece la pena observar. Pero por motivos, ojo, distintos a los planteados por sus responsables. Cómo una película de 2012 logra marcarse en hora y media de metraje (y sin pretensiones sarcásticas) la práctica totalidad de clichés en torno a la vida de un escritor es a la vez un misterio y una oportunidad para dedicarle unas cuantas líneas al asunto. Fantástico manual de lugares comunes de las películas sobre escritores. Hasta del lodo pueden sacarse réditos.
Si ayer en Postposmo nos tocó abrazar las mieles de la perfección cinematográfica con la magistral Parásitos, hoy nos toca bajar a un sótano oscuro. Pero necesario. Demonios, El ladrón de palabras hasta está subida a Youtube. Debe de ser indicativo de algo.
El que quiera ver buenas películas sobre escritura y literatura hará bien en darle una oportunidad a En la casa, Aullido, Trumbo, Historia de un crimen, El club de los poetas muertos o Los inquilinos. El que quiera conocer de qué elementos mejor no abusar bajo ningún concepto en una obra que pretenda aunar cine y literatura, el que quiera descubrir de forma resumida el catálogo de felices lugares comunes culpables de que cada vez más gente quiera publicar su imprescindible novela, ha de prepararse para asimilar lo que está por venir.
Asimilar de lo que una genuina obra de cine palomitero es capaz de vomitar cuando, en lugar de explosiones y Bruce Willis, el asunto versa sobre cartas de rechazo de editoriales y Bradley Cooper. Como si no hubiese ya suficientes películas sobre escritores y cartas de rechazo de editoriales.
Mudarse a Manhattan es un ‘must’
Si atendemos a lo que nos enseña El ladrón de palabras, para ser escritor hay que irse a Nueva York. Preferiblemente a un loft de Brooklyn al que te mudarás con tu preciosa novia para vivir muy pobre, pero muy feliz. A lo Hemingway, vaya.
De día daréis largos paseos por Central Park. De noche, mientras ella duerme, garrapatearás una novela que parirás sin esfuerzo aparente, como el que lava platos. Y ella, tan fiel, tan servicial, sin más oficio que el de apoyarte, cocinar, aguantarte las borracheras y decirte lo bueno que eres, será la única que puntualmente logre distraer entre las sábanas a tu viril genio creativo, obligándote a aparcar por unos minutos la antes fácil y ahora tortuosa búsqueda de palabras con las que llenar los blancos de tu segunda novela, remedo imposible de la primera, una basura que empezaste a escribir el día que decidiste que lo único que podías ser en la vida es escritor.
El loft, faltaría, es cincuenta autobuses de grande y se paga solo. Cuando papá se canse, encontrarás curro de chico de los recados en una editorial. Evidentemente, será ahí donde triunfarás.
Una historia real
Curiosamente, Bradley Cooper también protagonizó un año antes la película Sin límites, también relacionada con la escritura. Aquí prácticamente nos encontramos al mismo personaje. Esta vez la premisa es algo más entretenida pero igual de loca. El escritor Eddie Morra descubre una droga que le hace explotar su talento literario hasta volverlo algo secundario, ya que la droga estimula tanto su cerebro que decide convertirse en amo del mundo. A la chica, el asunto le hace gracia la justa.
La relación de pareja que vemos en la más reciente Una historia real está algo más trabajada. La película, que no deja de ser un thriller con algo más de brillo que El ladrón de palabras, se sirve de la ausencia de afecto para enseñarnos la obcecación del periodista con el libro que se trae entre manos (claramente inspirado en A sangre fría, de Truman Capote).
En Una historia real (con James Franco y Jonah Hill), aunque hombre y mujer viven juntos, apenas se hablan. En toda la película sólo vemos un beso (en una despedida) y, en general, son una pareja de solitarios que sólo parecen tener en común un pasado mejor y un probable miedo a la soledad, al cual ponen remedio con una relación instrumental con fecha de caducidad. Al ser el prota una estrella del New York Times, parece un poco más creíble que el tipo pueda permitirse semejante casona en el campo, lejos de Manhattan.
Ah, la credibilidad. En el meollo de su miseria como escritor, Bradley Cooper (que resulta creíble como juerguista en Las Vegas, como loco bipolar en El lado bueno de las cosas, o incluso como agente del FBI gran estafador americano, pero ni por asomo como novelista), recurre al cliché número uno de los cajones de guiones descartados de Hollywood: robarle el libro a otro. Y para eso, nada mejor que un anticuario.
Midnight in Paris
¿Y a dónde van los tortolitos estadounidenses en sus lunas de miel? Pues a los anticuarios de París. Todo el mundo sabe eso. Hasta Woody Allen. Pero es que en Medianoche en París (una sátira de 2011, pero hecha a posta y sin comparación con El ladrón de palabras) al menos salen Scott Fitzgerald y su amigo Ernest. Sin ser del todo una película sobre escritura, Medianoche en París es una hermosa oda a la nostalgia y un manual sobre cómo combatir el romanticismo inherente a ella. El ladrón de palabras es un chiste malo contado con prisas:
Anticuario en París. Ella a él: –¿Te gusta esa cartera antigua tan bonita, cariño? No trabajo, tú me pagas hasta los tampones, pero da igual, ni me fijo en el precio, te la regalo.
Como es bien sabido, entre las rutinas de los anticuarios no está la de remozar (que no restaurar, sino pasar un trapito) sus productos. No digamos ya inspeccionar su interior. Y obra maestra que te va. ¡Feliz coincidencia!: el tipo al que Cooper acaba de putear publicando su libro (escrito hace 70 años (¿?)) también vive en Nueva York, decidió ser escritor después de leer Fiesta, de Hemingway. Un hombre al que le bastaron dos semanas de escritura para parir una obra maestra y, una vez rechazada, olvidarse de ser escritor.
El hombre hoy es un vejete que parece ser feliz regando plantas (en Central Park). El viejo solo ha escrito ese único libro (como en Descubriendo a Forrester o La gran belleza, una de las mejores películas de la década), y si fuese un poco más listo, bien podría sacarse unas monedas contando su otro secreto, uno mucho más inquietante que el de la producción express de obras maestras: el secreto de su inmortalidad; es difícil tragarse, por mucho que te llames Jeremy Irons, que hayas luchado en la Segunda Guerra Mundial y que en el 2012 estés todavía así de vivo para contarlo mientras riegas plantas en Central Park con una salud, aparentemente, blindada. Apenas unas tosecitas.
Hablando de Hemingway, el anciano incluso se le da un aire de joven, y todo su flashback se parece demasiado a un cruce entre Adiós a las armas (con perdón de la Primera Guerra Mundial) y Amar en tiempos revueltos: ¿por qué casi siempre en el cine los mediados del siglo XX son sepias?
En tercera persona
Al viejo, que de repente empieza a toser más, y de tanto toser se nos muere, se la trae floja el sobre de billetes que Cooper, ahora súper famoso, súper premiado y súper arrepentido, le ofrece en compensación. No, el viejo solo quiere hablar. Ha perseguido a Cooper durante toda una mañana, viaje en bus incluido, sólo para sentarse en un banco con él y aburrirle con el amorío francés en el que se basó para la autobiográfica novela choriceada. ¿Cómo íban a hacer una película sobre escritories sin una buena persecución?
Es aquí donde la película mete un quiebro y dedica quizás demasiado tiempo a una nueva historia que nos hace casi olvidar la principal, en un juego de metarrelatos con igual riesgo (pero menos atinado) que el de En tercera persona, (¡también con Olivia Wilde!). No lo hemos dicho, pero en El ladrón de palabras en realidad son tres los planos narrativos en la película. Toda la historia de Bradley Cooper no es más que la narración visual de una lectura pública en la que otro escritor Bambi, un Dennis Quaid abarrota auditorios, consigue encandilar una sensual estudiante de posgrado. A la más guapa de todas. Terminada la lectura, se la lleva a su dúplex. A tomar vino.
Que la cosa iba de amor y no de libros era algo que se veía venir. Los espectadores que aún queden vivos en la sala, con el corazón hecho escombros y la mano grapada a la de la pareja, asisten indefensos al triple drama: una vida destruida por culpa de un bebé muerto (anciano), una relación en proceso de derribo por culpa de un libro plagiado (Bradley Cooper, ¡hasta ese punto confiaba en su talento su esposa!) y otra en ciernes, Quaid y Wilde, la única relación que aún asoma un ramillete de esperanza al sugerirnos que quizás la estudiante haya acabado en el dúplex con intenciones tocantes más allá de la bragueta literaria. Solo la última toma, el mejor momento de la película, nos lleva a pensar que ahí hay algo más que esclarecer. Justo cuando la película empieza a ponerse interesante, le da por acabarse.
Último cliché: ningún escritor lee. A este solo le vemos hojear Pregúntale al polvo, de John Fante. Insistimos: todo aquel que desee ver buenas películas sobre el arte de escribir hará bien en darle una oportunidad a las cintas que titulan los epígrafes de este artículo, y también a En la casa, Aullido, El club de los poetas muertos o Los inquilinos.
Si, en cambio, uno prefiere optar por meterse en el charco del todo, que le dé una oportunidad a la serie Million Yen Woman (Netflix): varias bellas jovencitas se mudan por sorpresa a casa de un joven escritor. El chaval arrasa en un premio literario. Las jovencitas le pagan un pastón desmesurado de alquilar. Una de las chicas está todo el día desnuda. La serie es japonesa, tampoco hay que volverse loco tratando de entender. Ser escritor en el mundo de la ficción audiovisual es, probablemente, el mejor oficio del mundo.