Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig | Reseña

Momentos estelares de la humanidad, por Stefan Zweig es un catálogo de perlitas de historia novelada que deja muy buen regusto: el asesinato de Cicerón, el fin del Imperio Romano de Oriente, el descubrimiento del Océano Pacífico, la gestación del Mesías de Häendel, la Marsellesa y la Elegía de Marienbad, la primera gran derrota de Napoleón,  el descubrimiento de El Dorado, la (no) ejecución de Dostoievski, la primera conexión telegráfica entre EE UU y Europa, el descubrimiento del polo sur, el regreso de Lenin a la Rusia revolucionaria de 1917 y last but not least, el fracasado intento del presidente Wroodow Wilson de conseguir un nuevo orden mundial basado en una paz duradera. 

Hermosamente editado por Acantilado (otros que, como Pepitas de Calabaza o Libros del K.O., sienten amor por lo que hacen y se les nota), esta joyita publicada originalmente en 1927 es un entretenido compendio de “momentos preñados de fatalidad” cargados de heroísmo, ambición, y también azar, con los que Stefan Zweig (Viena, 1881) ejemplifica el azaroso funcionamiento del “misterioso taller de Dios” que es la historia, ( dicho por Goethe, al que, además de dedicar un capítulo, Zweig cita en el prólogo).

Es oportuno hacer una precisión sobre el título, ya que, al ir acompañado de ese llamativo “Catorce miniaturas históricas”, el libro puede parecer algo que no es. Puede que el desconocedor de la obra de Zweig tome esta selección de historias por algo del estilo 365 cosas que debería saber o por cualquier otro de esos panfletos dumbfriendly de conocimiento concentrados que tan de moda se han puesto desde hace demasiados años en nuestras librerías (hace poco me crucé con uno titulado ‘Saber de libros sin leer: es fácil hablar de libros que no has leído).

Los momentos estelares de Zweig no son tal cosa. Y a pesar de que la historia, las biografías y los entendidos han denostado la figura del escritor austriaco acusándole de ser un autor de best-sellers (1927, recuerden), resulta difícil, violento, etiquetar así un libro con semejante preciosismo y cuidado en el lenguaje, estructura y ritmo de la narración.

Un libro que, para describir en verso lo que sintió Dostoievski cuando le vendaron los ojos, segundos antes de ser fusilado, te suelta un “Entonces le atan la noche en torno a los ojos”, así, sin avisar, en mitad de un poema emocionante hasta el dolor.

Un libro que ayuda al lector contemporáneo a comprender los valores por los que se regía la humanidad en épocas pasadas, haciendo creíble, por ejemplo, la voluntad de Marco Tulio Cicerón de aceptar lo inevitable de su asesinato, triste designio al que se condenó él mismo años atrás cuando antepuso la importancia de la dignidad y del honor de sus actos a su propia integridad física.

Memorables, las últimas palabras que medita Cicerón en soledad, con la vista fija en su jardín mientras contempla la llegada de los sicarios enviados por el César: “Siempre he sabido que era inmortal”.

Ojalá hoy un best-seller se acercase algo a esto.

Exceptuando el poema y la pieza de teatro (ambos, dedicados a autores rusos, ¿coincidencia?), hay dos categorías de relatos en este libro:  los de gloriosos momentos de grandeza en los que se analiza el conjunto de las circunstancias y personajes que los motivaron, como es el caso de la costosa instalación del cable telegráfico entre Irlanda y Nueva York; y por otro lado, los de pequeños azares, minucias, como la toma de Costantinopla, exitosa gracias al despiste durante el asalto final de alguien que se dejó una pequeña portezuela abierta para acceder a la ciudad (ese patán sí que tiene una historia que contar).

Las mejores son la del descubrimiento del Pacífico, donde se nos cuenta cómo Núñez de Balboa ordena a sus compañeros de viaje que se detengan en el camino para que sean sus ojos y sólo sus ojos los primeros de un hombre blanco en divisar el manto azul, y aquella dedicada a la fiebre del Oro, en la que descubrimos la penosa vida de otro patán que perdió todo lo importante que tuvo en la vida, incluido el oro, a pesar de ser el dueño legítimo de las tierras que atesoraron la mayor riqueza del planeta:

“Odia el oro, que le ha convertido en un pobre, que ha asesinado a sus tres hijos, que le ha destrozado la vida. Sólo quiere que se haga justicia y lucha con la saña litigante de un monomaníaco”

¡Memorable!, la lectura de las jubilosas transcripciones del diario de Robert F. Scott y su equipo a medida que se aproximaban al Polo Sur. Este relato ejemplifica perfectamente la mezcolanza de sentimientos encontrados que se dan cita a lo largo de todo el libro.

Argamasa de emociones opuestas y encontradas de cuya yuxtaposición (a lo montaña rusa, primero alegría, luego decepción, ilusión-tragedia, etc) se aprovecha Zweig para justificar el desfile de máximas universales que acompasa todo el relato (un aspecto controvertido que comentaré enseguida): un equipo de exploradores afronta con gran ambición y energía el reto de sus vidas. A medida que se aproximan a su objetivo, crece la desesperación. El hallazgo de que otro, el noruego Roald Admunsen, se les ha adelantado los aniquila moralmente para, días después,  fallecer de una de las peores formas posibles posibles: congelados  durante el regreso a casa tras una derrota.

“Y ellos son los segundos, tan sólo por un mes de diferencia en un periodo de millones de meses. Los segundos ante una humanidad para la que el primero lo es todo y el segundo nada”

Impagables, las cartas que Scott, sabiéndose próximo a su fin, dedica a sus seres queridos y a los familiares de sus compañeros de equipo, a los que pide disculpas. Ojo a lo que Scott escribe nada más descubrir que no ha sido el primero en plantar la bandera en tan recóndita tierra: “Me espanta el regreso”.

Dicho esto, llega el momento de lo malo. El lenguaje, cargado de grandilocuencia y heroísmo, a ratos se hace cargante, excesivo. Demasiada gesta para tan pocas páginas, demasiada épica. A ratos el autor acusa una excesiva simplificación de la realidad, despachando momentos y decisiones aparentemente simples con demasiados accesos de bravura y épica. Todo es crucial y legendario.

En referencia a la Marsellesa, se nos cuenta que los generales enemigos “ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a la fuerza explosiva de ese himno terrible, que, como una ola resonante y estrepitosa, se lanza sobre sus propias filas”. ¿De verdad? En el original, “himno terrible” aparece entrecomillado, lo que lleva a pensar que, como es lógico, Zweig se ha servido de todo tipo de archivos históricos y diarios personales para documentar su narración. Este minucioso y constante entrecomillado confirma la precaución con la que ha de ser manejado este libro, pues nos enfrentamos a historia pura y dura sí, pero rica y fantasiosamente interpretada.

Prueba de ello es el lenguaje excesivamente detallado en el que se incurre constantemente, cargado de epítetos de dudosa credibilidad. Si a Ernest Hemingway se le criticó que fuese capaz de recordar qué vino se tomó en qué taberna treinta años antes de la escritura de su París era una fiesta, aquí cabe plantearse cómo es posible que Zweig afirme con tanta seguridad que el 21 de agosto de 1741, Häendel, aburrido, se entretenía lanzando pompas de jabón por su ventana  (al mediodía, ojo) o que el 15 de marzo de 1917, el encargado de la biblioteca de Zúrich se quedó “perplejo” cuando, al tocar las diez de la mañana, su cliente más fiel, Lenin, aún no se había sentado en su rincón de lectura tal y como solía hacer con impecable disciplina diaria. Hay muchos momentos en los que ese afán por embellecer la realidad queda demasiado patente.

Ni que decir tiene que se lo perdonamos.

Será lo que dejó escrito Agustín Fernández Mallo en una columna de El Cultural que ahora no localizo, que en “el canon estético Occidental la ficción nos parece buena cuando se parece a la realidad y la realidad, cuando se parece a la ficción” y que esto no es ni una cosa ni la otra. O será que Momentos estelares de la humanidad, al fin y al cabo, sí es un best-seller. El lector decide.

 

Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad 
El Acantilado, Barcelona 2002 (publicado en 1927)
Traducción: Berta Vías Mahou

306 páginas, 19 euros


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