De Julio Camba nos quedan sus frases, sus libros, sus artículos de bon vivant y su perspectiva única de la vida y de un tiempo periodístico que se fue para no volver. En el siglo veinte, al menos, la película del plumilla/columnista/reportero pintaba distinta. Uno se pasaba los años solo, viajando por Europa y Estados Unidos, llenando la panza y la memoria de experiencias que, al final del camino, puestas en el folio daban incluso para un retiro dorado en un hotel pijo de Madrid. Y tan contento.
Reseña de Mis páginas mejores
En Mis páginas mejores tenemos un libro con una magnífica selección de lo mejor de este género tan idiosíncrático: el del columnista hago-lo-que-me-sale-del-rabo. Y si puede permitírselo es porque la calidad está fuera de discusión. La música de cada oración. El paisaje del conjunto. Los mejores artículos firmados por uno de los más top top y, al mismo tiempo, más injustamente olvidados con el tiempo.
Donde vale más ser gracioso que veraz, donde la pluma, si es ágil, dos veces pluma, dejándolo todo pringado de generalizaciones, clichés y, por consiguiente, alguna verdad. Pero de trazo grueso, tampoco vayamos a creernos ahora sociólogos. ¿De qué va sino de esto el columnismo periodístico? Si somos Julio Camba, el tema está en hacer reír, en no dejar ni una frase sin ironía, en estar de paso, y contarlo bonito. Antes Larra, después Umbral, en medio, Camba.
La mala leche. Hay que ver lo popular que fue en su día la mala hostia en aquello de juntar letras. Gentes hurañas de existencia divagante, sonrisa difícil y más difícil todavía la compañía, la confianza.
Ahora tenemos a Manuel Jabois, Jorge Bustos, Alberto Olmos, Juan Soto Ivart y a alguno que otro con pseudónimo juguetón y ganas de mambo en Twitter. Ah, y a Javier Marías de fondo mirándonos enfadado y cigarro en morro. Todavía sin haber podido asimilar enteramente la súbita pérdida del enorme David Gistau (DEP, amigo, allí donde estés), el paisaje del columnismo español está fuertecito y luce con solera. Y, con todo, se echa de menos algo.
El columnismo de mala hostia
Hubo un tiempo en el que parecía obligatorio tener mala hostia si te publicaban. Pero solo por fuera, no así en el artículo, que hacía de filtro para estos letraheridos, sedimentando la poca luz restante en sus corazones malditos y dándole forma de columna. Fuera del folio, ay, allí todos habían venido a hablar de su libro.
De Julio Camba parece haber quedado solo eso en el recuerdo: la mala leche.
Lo dejó escrito Cesar González Ruano en su obituario del ABC (“No admiraba a nadie, no quería a nadie”), lo dejó escrito Manuel Vicent en El País, donde asegura que a Camba no le gustaba comer con mujeres porque entonces no le servían a él primero. Aunque la impresión que uno se lleva al asomarse a la obra de Camba no es la de un ser estúpido. Más bien, uno solitario.
Julio Camba: frases de un feliz solitario desde el Palce
Uno de los pocos que se cuida de recordarle menos por la leyenda y más por la técnica es paisano gallego suyo. A poco que se haya leído algo del genial Manuel Jabois, la figura de Julio Camba que a uno le viene va de Jesucristo para arriba. Qué bueno era Camba, qué relojero de palabras, menudo columnista de precisión.
De prosa hiperbólica pero sencillísima (la menos sencilla de conseguir), pasó por varios periódicos, murió en ABC y hoy apenas le sobreviven unas pocas etiquetas (y un premio de periodismo) que, dóciles, se repiten cual eco en toda somera descripción Wikipedística: uno de los mejores periodistas españoles, paladar exigente, viajero incansable, hotel Palace.
El hall del Palace, de donde salió con las piernas por delante en el 62, le habría dado para un buen folio. Allí donde, 19 años después de su muerte, el 23F desataría un monumental sainete de periodistas y políticos, Camba habría tenido buena plastilina para, qué sé yo, algo así como que en aquella mañana, al gerente del hotel, más que Tejero o Armada, lo que le angustiaba era que toda aquella gente manchándole las alfombras se fuera sin pagar. Y así todo. Dime que no es puro Jabois.
Los de Camba eran unos ojos que miraban el mundo como si de un escaparate se tratara. La comida fue con toda probabilidad el único tema para el que se pensaba mejor las bromas, si es que llegaba a lanzarlas. Ahí está La cocina de Lúculo, el, para muchos, mejor libro de gastronomía escrito en español. Poco incidiremos sobre su anti republicanismo, etiqueta que le ha valido para aparecer como protagonista en algún que otro programa cultural de Libertad Digital.
Como anécdota, bien vale recordar su columna El tren de Villagarcía, donde leemos sobre un pasajero que lleva horas esperando en el andén, indignado no por el pésimo estado de mantenimiento de la locomotora o la tardanza, sino porque ésta todavía siga llamándose Alfonso XIII.
“Inglaterra es un pueblo que come lo que necesita; Francia es un pueblo que come lo que no necesita. España es un pueblo que no come lo que necesita. Inglaterra está ágil, Francia está gorda. España está en los huesos”.
Cuando Julio Camba se aburrió de España salió a darse una vuelta por el mundo, a ver qué se contaba. Hecha la ronda, vivida la vida, se instaló en la capital a reposar la barriga y las canas. Fue Juan March quien, en agradecimiento por años de escritura encubierta (y quién sabe si algo más), le ofreció pagarle la 383 del hotel pijo de Madrid todo el tiempo que quisiera. El gallego pasó sus últimos días temeroso de la soledad pero, como escribió Haruki Murakami en Tokio Blues, tampoco dispuesto a hacer amigos a cualquier precio.
Armas de hiperbolización masiva
Los problemas con Julio Camba solo se presentan cuando se le lee. En estricta fidelidad con la tormentosa descripción dada por Ruano (“El escritor a quien Julio Camba le tenía más sin cuidado era Julio Camba. Cuando los periódicos publicaban cosas suyas o algo sobre él, volvía la página casi con asco”), el gallego parecía no querer ser escritor del mismo modo que sus artículos parecen no querer ser artículos.
Mis páginas mejores puede ser maravilloso o absurdo. La hipérbole lo domina todo. Dejémoslo en un libro un poco tonto repleto de generalizaciones e impresiones muy concretas de cosas muy concretas en un tiempo muy concreto. Pero, ¿de qué va sino de esto el columnismo periodístico? ¿Dónde sino en la banalidad de la miniatura se explica mejor la naturaleza misma de una realidad dada?
Todo dependerá del grado de tolerancia del lector hacia la ironía, pues es bastante probable que en Mis páginas mejores no exista ni una sola oración libre de ella. No es mala idea buscarle un hueco en el cuarto de baño e ingerirlo en pequeñas dosis. No tiene mucho sentido leer más de dos artículos seguidos de Mis páginas mejores del mismo modo que es absurdo entramparse un Ribera del Duero justo después del Vega Sicilia.
En sus viajes, Camba pone orden en el mundo tal y como hacía mi abuela (sin intención irónica) al decirme, cuando veía por televisión que alguien había empujado a otro a las vías del metro en Madrid: “Niño, ten cuidado porque Madrid es una ciudad muy peligrosa”.
Así, leemos que las mujeres feas de Inglaterra son las más feas del mundo (“fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo”); que París es un “pueblo-bulevar sin nada dentro, sin otra moral, ni otra filosofía que la del bulevar, contenedor de todas sus virtudes y defectos”; que los milaneses nunca están en casa, y que los americanos se pasean por el mundo con un fajo de billetes que, de ser lo suficientemente gordo, lo mismo intentan comprarse unas ruinas romanas que la casa de Voltaire.
Con Julio Camba uno decide cuándo termina la broma y empieza la realidad. Por supuesto, la gracia reside en ver más allá de la generalización, haciendo del cliché un contenedor en el que verdad y probabilidad bailan tomadas de la mano, dejando para el arbitrio y el mismo juicio del lector el irrelevante esclarecimiento de si lo que se está leyendo es cordura o literatura. Rara vez se dan ambas, en la vida en general. Lo importante, tanto en la vida de Camba como en la literatura, fue y es el camino.