Despachos de guerra, de Michael Herr | Reseña

Reseña de Despachos de guerra

«Algunos periodistas hablaban de operaciones sin historia posible, sin posibilidad de reportaje. No conocí ninguna […] Los que decían eso eran los mismos periodistas que nos preguntaban para qué diablos hablábamos siempre con los soldados…»

Despachos de guerra exige el uso de la primera persona y de todos los yo, yo, yo que a Herr le dé la gana porque, lejos de ser un compendio de partes de guerra y operaciones, el libro es el testimonio sólido de uno de los pocos seres humanos que fue a parar a ese infierno sin estar obligado a hacerlo. Y, encima, un ser humano que escribía fabuloso (falleció en 2016).

La visión humana e inocente de un reportero al que no le «alcanza la piel a los huesos» del acojone. Alguien que se queda atrapado susurrando «no estoy preparado para esto, no estoy preparado para esto» cuando cree ver en la noche una luz moviéndose en la selva. Alguien para el que todo lo que ve es nuevo. Y lo cuenta.

La estructura es caótica y entremezcla muy rápidamente distintas situaciones geográficas y temporales. El ritmo en cierto modo parece asemejarse a la propia experiencia de Herr, que asegura que tardó «un mes en perder aquella sensación de ser un espectador de algo que era en parte caza y en parte espectáculo».

A medida que avanzan las páginas, las confesiones sobre su estado de ánimo, sus miedos, y sus depresiones van dejando paso de forma sutil al relato del día a día de los soldados, auténticos protagonistas («Acababa de perderme la mayor batalla de la guerra hasta entonces, estaba diciéndome que lo lamentaba, pero aquella batalla estaba allí mismo, a mi alrededor y yo ni siquiera lo sabía»).

Crónica periodística sin adjetivos

Herr sólo se permite adjetivos cuando éstos hacen referencia a él y sólo a él. Lo soldados sólo participan en forma de descripciones de lo que hacen y diálogos:

—Esta noche habrá lío, seguro, no te separes de mí. Será una suerte que Mayhew no te tome por un Zip y te vuele los sesos. Hay veces que se pone muy loco.
—¿Crees que atacarán?
Se encogió de hombros
—Quizás hagan un tanteo. Nos montaron ese número hace tres noches y mataron a un chico. Un Hermano.
—Pero esta casamata es muy buena. Puede aguantar bastante. Por mucho que nos echen encima, no habrá problema.
—¿La gente duerme con los chalecos antibalas?
—Algunos sí, yo no. Mayhew, ese jodido loco, duerme con el culo al aire. Es tremendo, hombre, el halcón ahí fuera y él aquí dentro con el culo al aire.

Dan ganas de decir que Despachos de Guerra suena a La chaqueta metálica o Apocalypse Now, pero es al revés. Como hemos dicho, Michael Herr  fue pieza fundamental del guión de estas dos obras maestras del cine. Ya en Despachos de Guerra encontramos al ametrallador del helicóptero con ciento cincuenta amarillos muertos, todos con certificado; el soldado al que le roban la cámara en una terracita de Saigón o el del Born to kill en el casco.

El horror, el horror

Un marine remata con un lanzagranadas a un vietcong moribundo, otro se tumba sobre los sacos terreros de una trinchera y se pone a tiro, indiferente a los gritos de sus compañeros para que se ponga a cubierto, a otro le da por desobedecer las órdenes de su superior para inspeccionar una colina y ve como segundos después el propio teniente vuela por los aires. A un soldado le dan un permiso de descanso y durante días llega tarde, a propósito, al helicóptero que le llevará de vuelta al hogar porque siente que su lugar está ahí, en la selva. La emisora de radio habla sobre lo divertidos que son los proyectiles trazadores cuando iluminan el cielo y de lo importante que es limpiar los residuos que dejan en el cañón. Un soldado que se masturba 30 veces al día muere el día antes de su regreso a casa.

Desgarradora, infernal, cruel. Puta. Hace demasiado tiempo que dejó de tener sentido buscar adjetivos aún sin manosear por el cine y la literatura para describir a la guerra, sinsentido inherente a la raza humana desde su nacimiento hasta su extinción. En Despachos de guerra (reeditada por Anagrama en 2013) no hay adjetivos, y ahí radica el éxito de esta obra que, lejos de buscar epítetos aún por desempolvar, se limita a simple y llanamente mostrar.

Sabor a marihuana y napalm. Rugidos de ametralladora, Jimi Hendrix y Ottis Redding. Armado con el espíritu de los Capote, Talese y Wolfe, y coincidente en el tiempo con el Matadero Cinco de Kurt Vonnegut, Despachos de guerra deja una sensación incómoda, como de espectáculo circense, al explorar una de las realidades más crueles y en demasiadas ocasiones más ignoradas de este sinsentido: que la guerra, y quizás la de Vietnam más que ninguna otra de las contemporáneas, fue un circo dirigido por locos y protagonizado por inocentes, en su mayoría niños:

«Había allí una concentración tan densa de energía norteamericana, norteamericana y básicamente adolescente, si aquella energía pudiese haberse canalizado en algo más que ruido, destrucción y dolor, habría iluminado Indochina un millar de años».


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