De qué hablo cuando hablo de correr, por Haruki Murakami

De qué hablo cuando hablo de correr no es, en rigor, un libro sobre los beneficios mentales de correr. De lo que no habla Murakami en su interesante ensayo sobre el running (antes footing, siempre, salir a correr) es de lo mucho que aquello de sudar mientras se pone una pierna delante de la otra ayuda en la aproximación a cierto estado de felicidad. Murakami no explicita esa instantánea recompensa, esa sensación de saciedad del alma que a uno le llega tras terminar cada entrenamiento, porque estaría feo dejarlo tan claro.

De que hablo cuando hablo de correr: reseña, resumen y frases

La cantinela del subidón de serotonina ya es lugar común, y mejor callar. Sería como si en sus novelas Murakami optase por decirnos, en lugar de mostrarnos, que sus personajes son raros y están tristes, siempre tan potencialmente suicidas los pobres. Pues aquí igual: Murakami es una persona que un buen día sencillamente empezó a correr. 10 kilómetros al día. Todos los días.

“Que yo lleve corriendo de este modo más de veinte años se debe, en definitiva, a que esa actitud va con mi carácter.”

No abandonen la sala, por favor, come Doritos o extrañas (pero respetables) gentes con cero interés en el mundo del ejercicio físico. Perplejidad máxima: lo que uno más aprende en este libro tan íntimo acerca de las correrías de Murakami no son sus rutinas runners, sino su forma de trabajar. Consejos para escribir. La metáfora de que la escritura de cada novela es como correr una maratón tampoco aparece, pero en De qué hablo cuando hablo de correr el mantra, de tan obvio, se intuye en cada página.

“Escribir una novela me exige malgastar mucha fuerza física. Me cuesta tiempo y esfuerzo. Cada vez que me propongo escribir una novela, tengo que empezar a cavar un nuevo agujero desde el principio.”

Escrito en primera persona, De qué hablo cuando hablo de correr tiene un tono muy intimista, casi de confesionario, donde abundan expresiones como “no creo que mi carácter le guste a nadie”, “no me apetece nada contar esto”, “si me lo permiten” que Murakami unta en no pocas sentencias supuestamente (y sospechosamente) humildes que, al final, dejan traslucir la figura de un ser humano excepcional, casi Übermensch, dotado de una capacidad de raciocinio radical. Todo un fundamentalista de la lógica. A ratos parece que le han obligado a escribir el ensayo. Al final, descubrimos que no es ensayo sino estatua. Monumento al gran hombre humilde y recto que es Murakami.

“Es sólo mi opinión, pero, en la vida, a la excepción de esa época en la que se es realmente joven, deben establecerse prioridades. Hay que repartir ordenadamente el tiempo y las energías. Si, antes de llegar a cierta edad, no dejas bien instalado en tu interior un sistema como ése, la vida acaba volviéndose monótona y carente de eje”.

Sólo una vez superadas las primeras páginas, el lector entiende que De qué hablo cuando hablo de correr no va ni de correr ni de literatura (por mucho que sean los temas centrales): este libro va de Murakami y de su enfermizamente disciplinada forma de estar en el mundo. A los 33 años, “la edad a la que murió Jesucristo” y “más o menos a la edad en la que comenzó el declive de Scott Fitzgerald”, Murakami empieza a correr. Poco después, inicia su carrera como novelista.

De qué hablo cuando...
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  • Murakami, Haruki (Autor)

¿Murakami es un rarito?

Solitario, diligente, metódico. Robot. A Murakami le es difícil escapar del cliché Lost in translation que todos llevamos dentro para con la mentalidad nipona. Él actúa en base a un pragmatismo digno de cadena de montaje, y sin saber muy bien por qué, sólo porque siente que es lo correcto. Si le compramos el dicurso (que no tendríamos por qué no hacerlo), Haruki es un ser cuyos actos se ajustan lo máximo posible a una ecuación mental que parece estar formulando en cada segundo de su existencia y cuyo único resultado admisible es aquel que arroje la máxima eficiencia posible sea cual sea la tarea.

“No es que presuma de ello (¿quién podría presumir de algo así?), pero reconozco que no soy muy inteligente. (…) Soy una persona con una estructura más física que inteligente. Por supuesto, también tengo algo de inteligencia. O eso creo. Porque si no tuviera ni una pizca de inteligencia no podría escribir novelas por mucho que me empeñara. Pero no soy de los que viven elaborando teorías o razonamientos puros.”

Y por mucho que diga que no hace teorías, este libro está sustentado por un completo armazón de líneas de pensamiento un tanto singulares del que destacaremos dos discursos:

  • “Sea en la vida cotidiana, sea en el ámbito laboral, competir con los demás no es mi ideal de vida. Tal vez sea una perogrullada, pero el mundo es lo que es porque en él hay gente de todo tipo. Los demás tienen sus valores y llevan una vida conforme a esos valores. Yo también tengo los míos y vivo conforme a ellos. Las diferencias generan pequeños roces cotidianos y, a veces, la combinación de varios de esos roces se transforma en un gran malentendido. Como consecuencia de ello, a veces se reciben críticas infundadas. Y es evidente que no es agradable que te malinterpreten o que te critiquen. Te puedes sentir profundamente herido. Es una experiencia muy dura.”
  • “En líneas generales, estoy de acuerdo con la idea de que escribir novelas es una labor insana. Cuando nos planteamos escribir una novela, liberamos, queramos o no, una especie de toxina que se halla en el origen de la existencia humana y que, de ese modo, aflora al exterior. Y todos los escritores, en mayor o menos medida, deben enfrentarse a esa toxina y, sabedores del peligro que entraña, ir asimilándola y capeándola con la mayor pericia posible. (…) creo que los que aspiran a dedicarse a escribir novelas profesionalmente durante mucho tiempo tienen que ir desarrollando un sistema inmunitario propio que les permita hacer frente a esa peligrosa (a veces incluso letal) toxina que anida en su cuerpo. De esa manera podrá ir procesando, correcta y eficazmente, una toxina cada vez más potente. (…) Para tratar con cosas insanas, las personas tienen que estar lo más sanas posibles.”

Murakami Robot le dedica exactamente un parrafito al espinoso tema de dejar de fumar: “Si te pones a correr diariamente, dejar el tabaco es una consecuencia natural. Por supuesto, me costó mucho abandonar ese hábito, pero correr a diario y fumar eran incompatibles. Creo que el deseo, tan natural, de querer correr cada vez más me motivó a la hora de aguantar sin fumar y me fue de gran ayuda a la hora de superar el síndrome de abstinencia. Dejar de fumar fue una especie de símbolo de la ruptura con mi vida anterior”. Merece la pena recalcar que Haruki se enganchaba sus buenos 60 pitillos diarios.

Murakami y la gran maratón de Nueva York

El tronco que sujeta al libro de principio a fin es la preparación de Murakami para la gran maratón de Nueva York que correrá en el último capítulo. Mientras tanto, además de sus progresos con las agujetas, los ritmos cardíacos y la respiración, a lo largo de toda su vida, conocemos el pasado de un tipo tan loco como para cerrar su próspero local de jazz para dedicar todo su tiempo a la escritura de su primera novela, y el presente de un escritor esclavo de la fama, de los viajes, de las conferencias y de las traducciones de Raymond Carver (el título es homenaje a De qué hablamos cuando hablamos de amor) que le encargan al pobre, que solo quiere gastar los días en correr, escribir y aumentar su colección de vinilos.

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  • Murakami, Haruki (Autor)

De qué hablo cuando hablo de correr no defrauda porque todo él es un interrogante. Como colofón, merece la pena detenerse en las casi dos páginas que se dedican a un encuentro casual del autor con varias jovencitas y “brillantes estudiantes de la excelsa Universidad de Harvard” que cometen la osadía de adelantarle durante un entrenamiento tranquilo a lo largo de la ribera del río Charles.

Como el entrecomillado se nos iría de las manos, destacaremos sólo un par de expresiones que denotan lo mucho que a Murakami parecen dolerle los adelantamientos intolerables de estas chicas “bajitas y estilizadas” que “escuchan música en sus ipod nuevos”.

“Hay en ello, sin duda, algo de desafiante y agresivo”, comenta el japonés, seguro de que la forma de correr de las muchachas “no es la idónea para largas distancias” y que, por eso, “tal vez correr tranquilamente mientras se contempla el paisaje no encaje con su mentalidad”.

El vaivén de sus “largas colas de caballo” es  tildado de “pretencioso”, y, atención, “el balanceo de sus estilizadas piernas” es “beligerante”. Pero no nos volvamos locos todavía, porque Murakami se cuida mucho de aclarar el final de este pasaje que no, que de ninguna manera: “que me adelanten una tras otra no me produce rabia alguna”.

Creo que Murakami se resume de un modo formidable (e involuntario) en ese pasaje.

Como sucede con las tramas de Kafka en la orillaTokio Blues o After Dark, Haruki Murakami es en sí mismo una pregunta que, por muchas páginas que se le dediquen, estará siempre por resolver. Quizás por eso nos gusta tanto.


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