Rafael Chirbes fue mucho más que el autor de la celebradísima En la Orilla. Unos cuantos años antes de su super lanzamiento post crisis, el valenciano supo prever como nadie la inminente crisis económica que nos acechaba. Crematorio es un retrato afilado y, en cierto modo aterrador, de la realidad de un país. Y también de sus habitantes.
Reseña de Crematorio, secuela espiritual de En la Orilla
Novelas de entretenimiento y novelas de reconocimiento
En un artículo en respuesta a unas polémicas declaraciones de Eduardo Mendoza hechas en 1998 en las que sostenía que el género de la novela estaba muerto, Javier Marías tuvo a bien en distinguir tan noble arte en dos categorías: la novela de entretenimiento y la de reconocimiento. No es este el momento y el lugar para entrar a discernir cuál sería el rol de las primeras, pues ya la propia etiqueta da bastantes pistas sobre su naturaleza, y tampoco es plan de enfundarse los guantes y, cual sexador de pollos, ponerse a separar a los Shakespeares y Dostoievskis de los Zafones y Falcones, con todo el respeto que me merecen estos últimos (en serio).
Sí que nos gustaría detenernos en la definición que Marías ofrece de la segunda categoría. Acerca de su “capacidad de representación”, dice Marías lo siguiente:
“A través de la novela sabemos que sabíamos lo que ignorábamos que sabíamos hasta que lo leímos formulado, representado o contado.”
O como dijo un año antes en otro artículo de una forma menos marianesca:
“La novela no cuenta lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez ignorado”.
Con Crematorio (Anagrama), Rafael Chirbes publicó en 2007 un libro de los que marcan época y cuya grandeza reside precisamente en esta capacidad de reconocimiento, de doble reconocimiento si se nos permite. Con el tiempo, Crematorio se ha granjeado un hueco en la historia de la narrativa española por haber sabido fotografiar tan minuciosamente bien dos realidades que nos suenan más que de oídas: una coyuntural, la borrachera de ladrillo que hundió a España en la miseria de la que hoy se enorgullece de haber salido (y en la que pronto nos volveremos a entrampar), y otra constante: la complejidad de la naturaleza humana.
Crematorio ha sido enfervorecidamente aclamada (Premio de la Crítica) por su calidad literaria y por la lucidez con la que previó el barranco al que se dirigía la economía española (“Nos parecemos, sobre todo, a aquellos vieneses en que estamos al borde del abismo”, se lee al poco de empezar).
Crematorio: en busca de la felicidad con telón de fondo inmobiliario
Si bien el telón de fondo argumental gira en torno al burbujeante bosque de hormigón que invadió nuestros pueblos costeros, el tema principal de este libro no es otro que el del ser humano y su tormentosa relación con el resto de sus semejantes a lo largo del eterno escudriñar, infinita búsqueda, del santo grial de la Felicidad. Algo similar podría decirse de En la orilla.
La narración comienza y termina el mismo día: el del funeral de Matías, el hermano de Rubén Bertomeu, un constructor de éxito que, cual Michael Corleone, trata de redimirse, de dejar atrás un pasado oscuro y criminal para seguir en sus negocios limpiamente, sin mancharse más las manos (“Se acabó la época de lo sucio, ahora es la hora de lo limpio,[…] lo correcto, nada por aquí, nada por allá”).
No más matones, no más tráfico de cocaína en barrigas de caballos importados de México.
Rubén Bertomeu, personaje inolvidable
Como todo buen malo, sus principios éticos no van mucho más allá de los de la ley de la jungla, de los del hombre hecho a sí mismo repleto de justificaciones con las que poder dormir con la conciencia en paz:
“Crees indiscriminadamente que todo lo que es de otra época, incluso de la más oscura, es digno de respeto y no hay que tocarlo; además de ser algo absurdo, eso que piensas no puede ser bueno, ni siquiera saludable: no aspirar a ir un paso más allá de donde otros han ido. No hacer: eso es el quietismo, la clausura”.
Teniendo en cuenta lo difícil que se lo han puesto las industrias cinematográfica y literaria a la innovación de la cosa mafiosa (siendo su más reciente exponente, El irlandés, un más de lo mismo permanente), Crematorio trajo frescura al manoseado género de la mafia gracias, principalmente, al carisma de Rubén Bertomeu: “Yo soy constructor. Me gusta esa jerga de forjados, planchés, encofrados, puntales, varillas, mallazos, solados y tochanas. Siempre he creído que estaba dotado para este oficio. Cada uno tiene habilidad para algo […]compite sólo en lo que vas a ganar”.
A pesar de llevar una vida ajetreada a lo largo de un constante desfile de no lugares (siempre va en coche y sólo lo abandona para pisar edificios clónicos en construcción, restaurantes y prostíbulos) y de no personas (sólo siente amor por su madre y su descendencia), a pesar de ser el más cabrón, es el más feliz de todos los personajes. Y el retrato es tan fiel, y la melodía de miseria que destilan los demás tan familiar, que asusta.
Rubén Bertomeu: un hombre, mil interpretaciones
La muerte del hermano es la excusa con la que se nos permite introducirnos en la psique de los miembros del clan Bertomeu, a través de los cuáles descubrimos la particular visión que cada uno de ellos tiene sobre Rubén, su ética y sus actos; sobre lo que sus moles blancas de hormigón le han hecho al paisaje de la ciudad levantina ficticia de Misent.
A través de monodiálogos y digresiones sobre temas como el dinero, la cultura, la política o la literatura, el lector va formando las piezas de un puzle del que brotan los datos que ayudan a comprender las circunstancias personales de cada uno de los infelices que aquí se dan cita. Comprender su drama y cómo han llegado hasta aquí.
Para ello, Chirbes ha perfeccionado esa narración continuada, libre de diálogos y puntos y aparte que ya practicó en libros anteriores y que tanto recuerda a los intermitentes y ciegos ensayos de José Saramago. No obstante, se sirve de un estilo más depurado y complejo (mayor polifonía) que el del portugués, además de un sentido de la moral y la ética mucho menos inocente: en Crematorio no queda tan patente y diáfano quién es el héroe y quién el villano porque tal distinción es absurda, en según qué historias, resulta absurda y hueca.
También, claro, podríamos comparar la técnica de Chirbes con la de Fullner pero, con la devoción que aquí tenemos por Fullner, mejor no. (DEP José Luis Cuerda).
La multiplicidad de narradores de Crematorio
Los distintos narradores (uno por capítulo) nos conducen por un sinfín de regresiones, pretéritos (presente muy ocasional) , digresiones y recuerdos.
Apenas sucede nada (desde luego mucho menos de lo que se ve en la serie de Canal +, de excelente calidad). Aunque están las inevitables alusiones a la Guerra Civil, la pedagogía histórica se centra en la etapa de los primeros gobiernos socialistas:
“Collado, hicimos lo que tocaba hacer, a eso los clásicos de la economía lo llamaban la acumulación primitiva de capital, este país necesitaba formar una clase, y no tenía con qué; ahora la clase cierra las fronteras, está el cupo abierto, toca procurar que no haya toda esa movilidad social, ese meneo, esa permeabilidad entre clases”.
Bastante memorable el personaje de Collado. Un ser miserable y desgraciado que representa mejor que ningún otro lo que significa el fracaso. Es de los personajes por los que mayor interés puede sentir el lector. De los pocos personajes normales. Collado es el que vertebra la poca acción de la novela. Nos gustaría decir algo parecido del resto de personajes. Pero no.
Detalles: ¿cuándo es demasiado?
La principal crítica que se le puede hacer a Crematorio es que, a ratos, cuenta demasiado. Demasiados detalles sobre demasiados personajes. Se nos pinta una obra coral, un lienzo con muchos colores y matices, sí, pero apenas hay interacción entre ellos, sólo un desfilar de recuerdos. Divagaciones en las que cada uno ofrece su versión de los hechos y de la vida. Este libro es interesante, pero, como buen libro, le exige al lector. Cuidado.
No hemos comenzado citando a Marías porque sí. El madrileño, acostumbrado a recordarnos en el EPS cada vez que se le presenta la ocasión (nos lo imaginamos soltándole las chapas a los taxistas) que publicó su primera novela con 19 años, lleva décadas jugando a lo mismo, es decir, a la contraposición de ideas, pensamientos y enfoques, envueltos todos en una cabalgata infinita de digresiones.
Los diferentes discursos cerebrales que se dan cita en Crematorio a ratos pueden hacerse pesados, aunque mucho más amenos que los que pueden leerse en Mañana en la batalla piensa en mí o en Los enamoramientos (aunque esto, claro, ya es una preferencia muy personal que variará según los gustos del lector). La diferencia reside en la rica variedad temática y de puntos de vista. En Crematorio, al existir tantos narradores, el lector se ve forzado a emitir un juicio, posicionarse, reflexionar. Decidir a quién le compra el discurso. Reconocerse.